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Impresiones de una megalópolis Imprimir E-mail
Lunes, 05 de Septiembre de 2011 23:01
Wilfredo Ardito Vega* / Adital
Una de las primeras impresiones que genera São Paulo es que parece haber sido construida para que el ser humano se sienta diminuto. Me ocurría a mí cuando caminaba ante los enormes edificios de la avenida Paulista o cuando me tocaba subir cuatro pisos de escaleras automáticas para alguna conexión entre las doce líneas de metro, codeándome entre miles de personas, muchas de las cuales corrían para meterse como pudieran en los vagones.

Otra impresión interesante era la diversidad de la multitud, porque advertía mucho menos mestizaje que en el Perú: los descendientes de europeos parecían sumamente europeos y los descendientes de japoneses, que suman alrededor de un millón, podrían haber llegado el día anterior al Brasil. Muchos de ellos viven en Liberdade, un barrio lleno de tiendas y restaurantes japoneses, visitado por todos los paulistas.

Sin embargo, mi impresión más agobiante fue se produjo cuando llegué a la Catedral de Sé y vi decenas de moradores da rua, personas absolutamente indigentes que vivían, dormían y probablemente morían en la calle. Los ‘moradores da rua’ estaban en todas partes: frente a los centros comerciales, en la avenida Paulista, bajo los puentes peatonales. Algunos grupos religiosos les suelen entregar comida y las autoridades fumigan sus escasas pertenencias para prevenir enfermedades, pero en Sao Paulo la temperatura puede bajar hasta los 8 grados, por lo que debe ser terrible vivir así.

No sé si quien vive en una megalópolis termina habituado a esos extremos de indigencia. De hecho, varios extranjeros me han preguntado por qué en el centro de Lima no había gente durmiendo en la calle, como si fuera algo natural. En todo caso, en varios momentos me parecía que el único que podía ver a los moradores da rua era yo. Recuerdo que en una ocasión, veía a grupos de oficinistas caminar por el centro financiero haciendo bromas después de almorzar, mientras a pocos metros algunos indigentes apenas si podían mantenerse en pie. En ese momento, como para hacer la escena más agobiante, se escuchó un helicóptero, el mayor signo de la opulencia paulista. La ciudad tiene una gran flota de helicópteros particulares, que emplean los ejecutivos para trasladarse de un lugar a otro sin perder el tiempo en el tráfico de la ciudad y sus esposas para ir de compras.

Quizás me parecía que los paulistas no veían a los moradores da rua, porque uno de los mandamientos principales en una megalópolis es concentrarse en sus propios asuntos y aparentar que uno no se fija en los demás. Por eso en el metro, las calles o los centros comerciales la gente más elegante coexistía indiferente con la más informal. Nadie se sorprendía si veía a dos hombres de la mano o si alguien tenía el cabello teñido de cualquier color. Pero esta especie de respeto por la privacidad ajena no impedía a los paulistas ser normalmente personas amables, dispuestas a ayudar a los desconocidos.

De hecho, ni las multitudes, ni el estrés, ni las diferencias sociales, ni la fama de delincuencia impedía que los brasileños se mostraran muy relajados y distendidos, fuese comiendo pastel de bacalao en el hermoso Mercado Municipal, bebiendo en los bares al aire libre de la calle Augusta, o paseando en el gran Parque de Ipiranga, que parecía una gigantesca pista de patinaje para todas las edades. Era interesante cómo la municipalidad invertía en generar espacios para los ciudadanos: veredas sumamente anchas, calles peatonales y grandes parques.

Otra iniciativa que me llamó la atención fue el Museo de la Lengua Portuguesa, construido en una antigua estación ferroviaria. El museo no hacía énfasis en el portugués literario, sino en la forma en que la gente habla actualmente, algo así como los peruanismos, reflexionando sobre la identidad brasileña, la relación entre el lenguaje, la música y la comida y los diferentes aportes, desde africanos hasta españoles y desde italianos hasta indígenas.

Me pareció también muy positivo que todos los museos tuvieran un día de ingreso gratuito:

en el Museo de Arte de Sao Paulo (MASP) vi a los alumnos de un colegio nacional, muchachos mestizos y negros, más bajos y más delgados que los estudiantes de los colegios privados.

Aquel día, quedé tan anonadado con las obras de Goya, Velásquez, Modigliani o El Bosco, que regresé más tarde, tomando en cuenta, además, que no me iba a costar. Cuando hacía cola por segunda vez, delante de mí había un morador da rua, un hombre negro, con la barba descuidada, polo y short sucios, mirada esquiva y respiración acezante. Sin embargo, ni los porteros, ni el ascensorista, ni los vigilantes hicieron ningún gesto para impedirle el ingreso, seguirle u observarlo de reojo mientras él recorría las salas donde estaban Rembrandt o Gauguin.

Y, quizás, de toda mi visita a Sao Paulo, esto fue lo que me causó la mejor impresión.

*Abogado. Master en Derecho Internacional de los DH. Catedrático universitario. Miembro de la Mesa para la No Discriminación de la Coordinadora Nacional de DH. Resp. de Derechos Sociales, Económicos y Culturales de APRODEH

 
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