Gobernar para las élites Imprimir
opinión
Sábado, 25 de Enero de 2014 15:57
Ciertamente los partidos de extracción obrera y los sindicatos “correa de transmisión” (para acarrear votantes a la organización matriz) nunca cumplieron totalmente el papel que se les había atribuido para refutar y derrotar al capitalismo desde los valores de la democracia y la solidaridad.

 

De otros diluvios oigo una paloma”

(Giuseppe Ungaretti)

Los últimos datos sobre la distribución de la renta en el mundo facilitados por Oxfam Intermon no dejan lugar a dudas sobre la maldad innata del capitalismo. El 1% de la humanidad devora tanta riqueza como la mitad de la población del planeta: 85 personas frente a 3.600 millones. Y en España, la segunda nación con mayor índice de desigualdad de Europa tras Letonia, las 20 primeras fortunas acumulan los mismos ingresos que 9,4 millones. Jamás tan pocos causaron tanto daño a tantos. Aquella “investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de la naciones”, que pregonaba Adam Smith en 1776 como misión de la naciente teoría económica, es hoy arqueología académica. Lo acuciante ahora es explicar las causas que hacen posible una sociedad donde la insultante riqueza de una ínfima minoría se construye sobre la pavorosa miseria de la inmensa mayoría. El propio informe citado da una pista: la clave está en la política. Se secuestra la democracia, señala en su enunciado la ONG, con el objetivo de “gobernar para las élites”.

La denuncia de Oxfam sobre la estructura que legitima un statu quo de abusiva y degradante dominación social, sin embargo, no aclara el fondo de la cuestión. ¿Cómo y quién secuestra la democracia? Y ante todo, queda por dilucidar el misterio que encierra el hecho de que, siendo los de abajo mayoría social, hegemónicos, y la democracia el territorio donde se formaliza la igualdad política del sufragio (un hombre/una mujer un voto), históricamente siempre manden los de arriba, que son menos cuantitativamente y ostentan una cuota infinitamente más escasa de poder electoral. Este sistema aberrante y necrófago, los menos viviendo a costa del sacrificio de los más, introduce la irracionalidad como norma en la vida social y su perpetuación subvierte el código de valores de la democracia, haciendo del flagrante expolio un rutinario canon de curso legal.

De todo ello podría deducirse que gobiernan las élites porque queremos, porque libremente les dejamos. Algo que, bien mirado, carece de toda lógica y sentido común. Así que habrá que hilar más fino y bucear para los adentros. ¿Realmente somos títeres de nuestra propia desgracia? ¿Gozamos autoflagelándonos? ¿Disfruta la gente sufriendo, padeciendo todo tipo de carencias, cuando al lado vomita la opulencia de una exigua y desalmada casta de privilegiados? Desde luego, la repuesta categórica es “no”. Excepto que, comulgando con algunas de las supersticiones religiosas que prometen la dicha en el más allá tragando en el más acá, pensemos que la vida en la tierra se reduce a padecer sin remisión: sangre, sudor y lágrimas. Establecido, pues, que estamos en mayoría y que, salvo espejismos y alienaciones delirantes, no somos masoquistas por naturaleza, tendremos que indagar a qué otros vectores atribuir el secular diluvio de desdichas.

La cosa comienza a despejarse cuando reparamos en el ámbito institucional. Es decir, en esos órganos de representación-interpretación de la voluntad de los más (trabajadores, excluidos, parados, precarios, mujeres, pobres, etc.), que en las sociedades complejas actúan en nuestro nombre, jibarizando lo que es una realidad plural, autónoma, inclusiva y horizontal en un formato de holograma virtual y jerarquizado (dirigentes y dirigidos; mandatarios y mandados; pastores y rebaños, amos y esclavos). Ese efecto reductor, que convierte lo mucho en poco (una suerte de ley del embudo) subvirtiendo valores de arriba-abajo se desata con la entrada en escena de partidos y sindicatos como canales de la voluntad popular. Partidos y sindicatos que, si bien en sus inicios, cuando se conquistó el derecho de asociación en los albores del capitalismo, eran factores de contrapoder, una vez ungidos por la sociedad de masas han devenido en elementos coadyuvantes para “el gobierno de las élites”. Un hiato político-sociedad-identitario que oscila desde las primitivas estructuras de base a los partidos máquina y los sindicatos interclasistas o neutros, y que se consuma cuando estas organizaciones pasan de financiarse con los magros ingresos de sus afiliados a hacerlo con las millonarias subvenciones que el Estado les concede por su condición de “instrumentos fundamentales para la participación”.

Ciertamente los partidos de extracción obrera y los sindicatos “correa de transmisión” (para acarrear votantes a la organización matriz) nunca cumplieron totalmente el papel que se les había atribuido para refutar y derrotar al capitalismo desde los valores de la democracia y la solidaridad. El fracaso a la hora de impedir la Primera y la Segunda Guerra Mundial, en donde trabajadores de los países más industrializados del mundo combatieron entre sí para salvaguardar los intereses de las clases dominantes, y la división que esas contiendas provocaron en su seno, revelaban un “pecado original” que se ha ido confirmando con el paso del tiempo. Déficit recurrente a pesar de la relativa buena imagen que partidos y sindicatos han cosechado tanto entre los asalariados como entre los sectores capitalistas más perspicaces de los regímenes parlamentarios. El hecho innegable es que hasta el día de hoy estas organizaciones de masas nunca han podido doblegar al sistema, aunque aunaran de su lado la justicia y legitimidad de sus reivindicaciones junto a la fuerza ingente del número de su representación social. Tal decadencia justificaría las estructuras de abismal desigualdad mundial que ha divulgado Oxfam.

“Hay algo que puede afirmarse: si la democracia no logra llenar sus formas de un contenido moral y ajustar su modo de actuar a ese contenido, correrá la misma suerte que anteriores civilizaciones políticas, que han perecido por no haber sabido realizar la libertad”, advertía a principios del pasado siglo Moises Ostrogroski en La democracia y los partidos políticos. Y precisamente la realización de la libertad y la deslocalización de la ética democrática es lo que queda comprometido cuando el vínculo común entre representados y representantes se mercantiliza dejando de constituir un ecosistema de apoyo mutuo. Así, mientras la sobrevenida autonomía de los representantes permite poner su ambición en el botín de escaños que puede procurarles la masa electoral, la heteronomía impostada a los representados hace que dimiten de la autogestión de su experiencia existencial al tiempo que desahucian su responsabilidad social.

Igual que hasta los años sesenta del pasado siglo se pueden contabilizar una serie de avances notables dentro del marco institucional (generalización del derecho al voto, libertades cívicas y políticas, mejoras salariales y laborales, políticas de pleno empleo, Estado de Bienestar, etc.), debido en buena medida a la presión de las formaciones de izquierda, cuando el capitalismo inicia su aventura neoliberal se produce un repliegue en las organizaciones de clase que les hace estar más atentos a conservar su status dentro del sistema que a arriesgarse en transformarlo. El mismo Keynes dejó constancia del precio a pagar por ese desestimiento espurio al afirmar: “Por lo menos durante otro centenar de años debemos seguir pretendiendo que lo justo es inicuo y lo inocuo justo, puesto que lo inocuo es útil y lo justo no. La avaricia, la usura y la cautela deberán ser nuestros dioses por algún tiempo aún”.

Reclutados por la lógica del economicismo, los conflictos sociales que se darían en lo sucesivo no sólo eran protagonizados por sectores extraparlamentarios (Foucault decía que en la posmodernidad el pensamiento estaba en los márgenes) sino que incluso en ocasiones contaron con el recelo y la animadversión declarada de partidos y sindicatos que los percibían como una amenaza para sus proyectos y estrategias. El feminismo consecuente más allá del sufragismo nominal, el movimiento estudiantil, el antimilitarismo, la lucha por los derechos de las personas de color y otras minorías raciales, los esfuerzos para introducir la democracia en la industria, el ecologismo consecuente, el rechazo de las centrales nucleares, la protección de los animales, el decrecentismo, el amparo y defensa de grupos amenazados de exclusión social (pobres, presos, enfermos, inmigrantes, etc.) o la oposición a la práctica del fracking, entre otros afanes, han sido y son orgullosas iniciativas ciudadanas de abajo-arriba, a menudo incompatibles con el pautado de la acción institucional que franquicia a partidos y sindicatos a su impronta.

Posiblemente uno de los análisis más convincentes sobre esta mutación de partidos (y por extensión sindicatos) desde la confrontación al consenso con el capital, sea la elaborada por los valedores de la “teoría económica de la democracia”, con J.A. Schumpeter y Anthony Downs a la cabeza. Sostiene esta escuela que lo ocurrido es que al burocratizarse los agentes de representación social han ido adoptando el modus operandi del mundo de los negocios, conformándose al fin un mapa con dos mercados como pilares del sistema. Uno sería el estrictamente económico, idealmente autorregulado pero que se reserva la intervención del Estado en las emergencias, cuyo objetivo es competir para obtener un beneficio crematístico. Y el otro es el mercado político, igualmente competitivo, en donde juegan partidos y sindicatos, que busca indiscriminadamente el voto de los ciudadanos, sin primar etiquetas ideológicas. Ambos mercados, sensibles a la ley de hierro de la oligarquía formalizada por Robert Michels, operan normalmente de espaldas a los intereses generales (de la mayoría que dicen representar), con el propósito de ocupar la posición más dominante para eliminar competidores. Lo que se concreta en la concentración política (la universalización del bipartidismo placebo derecha-izquierda en política) a la par que la concentración económica (las trasnacionales en el mercado global), fenómeno de “cartelización” denunciado por el economista Takis Fotopoulos como signo de los tiempos en el nuevo capitalismo.

Esta línea de pensamiento ha desbordado su inicial reducto conservador para ser también asumida por un sector de la intelectual de izquierdas. Un pensador social progresista como Crawford Brough Macpherson ha llegado a considerar la constitución de los partidos de masas como “el medio de reconciliar el sufragio igual y universal con el mantenimiento de una sociedad desigual”, destacando que su función “no es simplemente producir un equilibrio político estable, sino producir un tipo determinado de equilibrio (…) suavizar las aristas de los conflictos de clase temidos o probables, o, si se prefiere, moderar y aquietar un conflicto de intereses de clase con objeto de proteger las instituciones de la propiedad existente y el sistema de mercado contra todo ataque eficaz”. Una visión de la velazqueña “Rendición de Breda” como metáfora de la lucha de clases.

Esta perspectiva analítica señala también que la asunción del “espíritu de competitividad” como seña de identidad de partidos y sindicatos conlleva otros rasgos, endógenos y exógenos, que absolutizan su deriva. El primer lugar estaría la entronización del liderazgo y la profesionalización de la política como fórmula para empatizar con los potenciales votantes, dado que la aparición de la sociedad de masas ha gregarizado al individuo, hasta el punto de haber convertido las multitudes que ahora reivindica Tony Negri en esas “muchedumbres solitarias” estudiadas por David Riesman fácilmente impresionables. A continuación vendría el formato cortoplacista en las metas que moldea ciudadanos ególatras, de miras estrechas, descartando cualquier compromiso que no tenga recompensa en su horizonte vital. Esto explica por una parte la aceptación acrítica de ofertas políticas sincronizadas al breviario electoral, y de otra la postergación de demandas más exigentes que, como la medioambiental, necesitan un largo periodo de maduración, en una especie de recuperación de la Ley de Say donde la oferta crea la demanda. Por eso no solo las generaciones venideras vivirán en lo material peor que sus padres, sino que además heredarán un planeta mucho más inseguro, insostenible e inhabitable.

Junto al atrezo del liderazgo y el cortoplacismo, los investigadores de la “democracia competitiva” incluyen también el fenómeno del control burocrático y el utilitarismo como factores determinantes de esa involución. La burocracia clientelar en las tradicionales organizaciones de base aparece como una necesidad natural de gestión a medida que partidos y sindicatos crecen en dimensión y deslocalizan su territorialidad de clase para entrar en el mercado a escala de masas, dando como resultado una “expropiación” de la titularidad de los afiliados a favor de los gestores-funcionarios. Mientras, el utilitarismo se instala en su dinámica como guía de acción bidireccional, compartida por representantes y representados, votantes y votados, y de la misma manera que la economía realmente existente se rige por el principio de utilidad marginal, en el campo político-sindical el instinto del “voto útil”, como valor de cambio, desplazaría a valores de uso, como la solidaridad y la emancipación, activos del vademécum del movimiento obrero.

La intrusión de la categoría “utilidad” en el marco social no es inocente, como afirma Nicholas Georgescu-Roegen (sobre la estela del Keynes antes citado) en un artículo de la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales. Por el contrario, conduce a defender que “existe una escala cardinal solo para la utilidad de una persona individual, no para las utilidades de todas las personas”. De esta manera, con el recurso de la satisfacción de necesidades (reales o artificiales) se daría entrada al caballo de Troya consumista-productivista-solipsista que hace del mercado competitivo un baluarte del capitalismo. “La teoría de la utilidad pasa de manera furtiva del principio anterior (cada persona actúa como desea) a otro que ya no es inocuo: cada individuo desea solo bienes”, recalca el autor de La ley de la entropía y el proceso económico.

¿Tiene semejante guirigay algo que ver con los problemas actuales? Depende de cómo se cataloguen las actuaciones de la izquierda institucional en el marco de la crisis que azota a la Unión Europea, laboratorio continental del neoliberalismo capitalista. Depende de si se consideran excepción o regla. De si se estiman anomalías subsanables asuntos como: las políticas racistas que el PSF de Hollande y su “programa de competitividad” aplica a los gitanos como reclamo electoral, en contra de su programa; la gran coalición del SPD alemán inventor de los minijobs con el partido que promueve el austericidio en la UE, en contra de su programa; la reforma el artículo 135 de la vigente Constitución por el PSOE para introducir en ella el dogma económico neoliberal, en contra de su programa; el castigo del PSC catalán a tres dirigentes por ejercitar el derecho a decir, que prometía la formación su programa o, en fin, la entrada de Izquierda Unida (IU) en el ejecutivo andaluz de la mano de un PSA cuestionado social y judicialmente por presunta delincuencia política organizada.

Es en este avispero donde deberá ponderarse si la irrupción desde debajo de una nueva formación política para competir en las elecciones al Parlamento europeo, aceptando las reglas del juego del sistema que detesta, es simple anomalía o pertinaz desubicación. Y ello aunque la muy legítima ambición de escaños se escenifique por imperativo legal (¿gato negro, gato blanco…?) Vista la experiencia de poder de Los Verdes con la socialdemocracia germana de la Agenda 2010, y la “socialización negativa” que el inédito hecho político supuso entonces, cabría temer que se ahonde el secuestro de la democracia que permite “gobernar para las élites”.

 

 


 

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