Argentina: Martha Ferro (dos notas más) Imprimir
Lunes, 07 de Marzo de 2011 01:42

Mabel Bellucci - María Moreno/ Página 12

En la madrugada de este 26 de febrero, murió Martha Ferro. La acompañaron sus amigas íntimas, Alicia Chester y Julia Sánchez, y su mujer, Adriana Carrasco, con quien se había casado en noviembre de 2010. El cajón estaba cruzado por un rudimentario trapito rojo que simulaba la emblemática bandera de las esperanzadas revoluciones que movilizaron el siglo XX. No se cantó La Internacional porque el arrojo al llanto fue más fuerte.

El grito

Mabel Bellucci

Desde hacía siete años por lo menos, los médicos le habían pronosticado seis meses de vida. No obstante, ella siguió con sus múltiples rutinas de vicios y placeres. Fumaba todo lo que podía, ponía el cuerpo en causas que despiertan vigilias, con una escritura plagada de virtudes literarias. Su periodismo, áspero y severo, se caracterizó por un compromiso feroz frente la desesperación femenina por la violencia machista y por un interés sublime por el pobrerío de los márgenes. Feminismo y socialismo, eso era Martha Ferro.

Buena parte de la izquierda porteña, fusión entre feministas veteranas y maduros dirigentes de partidos trotskistas que palearon historia, quedó consternada por su fallecimiento. La primera en lanzar al rodeo intergaláctico la fatal noticia fue la periodista Olga Viglieca a través de la Red Informativa de Mujeres de Argentina, más conocida como RIMA, el oráculo por excelencia de las activistas con o sin corpiños: “Hola a todas, les cuento que ayer murió Martha Ferro, legendaria cronista de policiales en los diarios Crónica y Crítica, gran titiritera, trabajadora antipatronal y antiburocrática. Para las que tuvimos el honor de compartir sus experiencias, ella fue una hermosa persona”. Después de ese arrojo al vacío que implica el llamado de la muerte, comenzaron a llegar correos de condolencias y recuerdos varios. Nora Ciapponi, quien supo ser vicepresidenta del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) en 1973, rompió lanza con su palabra: “Era de esas personas que uno siempre piensa que son eternas, quizás por su fuerza y su pasión”. Ferro, movida por el deseo incansable de siempre ayudar a otras mujeres, ofreció su identidad para que Ciapponi en 1979 pudiera salir del país: “No podía hacerlo con mi pasaporte, dado que vivía en la clandestinidad y era buscada. Por lo tanto, en la organización me falsificaron uno. Se necesitaba a alguien de una edad similar a la mía. Y se utilizó el de Martha que en solidaria actitud se prestó a facilitarlo. Así, me fui con mi foto y el nombre de ella. Luego en Nicaragua caí detenida. Temí por su situación en la Argentina. Finalmente, no le pasó nada”. Mientras que Griselda Astudillo, amiga de andanzas titiriteras en la Compañía Medias Rojas y luchadoras por el aborto legal, seguro y gratuito, la recordó por sus garras de amazona que arañaron bellas letras.

A lo largo de los días aparecieron prudentes gestos de dolor por parte de compañeros de la militancia partidaria, de amigas cercanas y de otras... más que cercanas. También las colisteras de RIMA enviaron dos largas entrevistas que publicaron la revista Sudestada (diciembre de 2006. Nº55) y el portal periodístico Artemisa (28/3/2007). A través de ellas, Martha desnudó su historia de vida. Por otros pagos virtuales, apareció una nota que quebró el blíndex de lo esperado, se titulaba “Murió Martha Ferro”. Qué raro. Daniel Puertas, su autor, remató el final con una frase que fue escuchada como una profecía gitana: “Martha Isolina Ferro ya no está entre nosotros. Aunque no lo sepan, todos aquellos que creen que el mundo será alguna vez más justo están desde la noche del viernes un poco más solos. Y los que sí lo saben tienen la certeza inconsolable de que están bastante, pero bastante, más solos”.

A pesar de tantos testimonios conmovedores yo podría contar un poco más de nuestra heroína recién cremada en la Chacarita. Imagino no sin dolor cómo dentro de muy poco sus cenizas serán esparcidas por las empedradas callecitas de la Boca. No dejo de pensarlo y un frío helado me recorre entera. Martha ya no está con nosotras.

Nació en el Hospital Rawson, del barrio porteño de Barracas, en 1942. Los datos biográficos más íntimos nos llegan de la mano de su compañera Adriana, quien cuenta que en 1965 empezó a estudiar psicología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en la calle Independencia. Provenía de una familia de clase media baja, de inmigrantes italianos y vascos. Su abuela Pepa, de cuño anarquista, le contaba sobre las gestas proletarias en las barricadas para hacerla dormir. De tanto escuchar historias, Martha quiso conocer el mundo. Entonces falsificó una carta de invitación de una universidad estadounidense para mostrársela a su madre quien le creyó. Un año más tarde, partió con lo puesto. Se fue a Nueva York para conocer a Irwin Allen Ginsberg, poeta beatnik de los cincuenta y del hippismo de los sesenta. Allí, vivió siete años, en esa ciudad que concentra todo lo mejor y lo peor del capitalismo. Uno de los trabajos que más recordaba fue arrastrando un carro como vendedora de panchos bajo la nieve de Manhattan. Había una cosa, entre las tantas cosas que había, que la estremecía hasta el grito, tal como lo retrató el pintor noruego Edvard Munch: era la violencia física y el maltrato hacia las mujeres. Por ello, estudió con empecinamiento a las teóricas anglosajonas y aprendió de las experiencias de algunos colectivos feministas radicales, tal como lo relató para Artemisa: “Por entonces las gringas tenían un grupo Las Vengadoras donde devolvían las palizas a los golpeadores”.

A comienzos de 1973, cuando las papas quemaban en la Argentina, ella se instaló en Buenos Aires. Se conocen sus orígenes políticos y su ingreso en la prensa escrita gracias a Elsa Campos, correctora y delegada gremial: “Yo la conocí en el PST. En 1978, siendo ella una militante de base el partido le encargó dirigir la revista Todas. Salieron sólo cuatro números. Si bien no tenía el punzón feminista del presente, su impronta lo dejaba insinuar. Por ejemplo, la fotografía estaba a cargo de Sara Facio y colaboraban Alejandra Boero y Moira Soto, entre otras tantas. Desde el partido también organizábamos recitales. Ahora, puede resultar una tontera pero para ese momento significaba una apertura del oscurantismo que vivíamos en plena dictadura militar. En realidad, mi trato más personal con ella fue cuando, en 1982, entró a Crónica y yo estaba como representante del diario en el gremio. Martha se volcó al suplemento Croniquita hasta llegar a ser su directora. En aquel entonces no era una militante feminista como se piensa ahora, era una feminista de brío. No ocultaba su lesbianismo”. Pese a la estética bizarra de Crónica, en sus redacciones se abroquelaban trotskistas en lucha, tal como vuelve a afirmar la voz de Elsa: “Yo entré por intermedio de una compañera del partido que trabajaba allí. A partir de entonces, ingresamos un grupo de mujeres y unos pocos varones a los que logramos cooptar para la causa”. En resumidas cuentas, Martha escribió en Crónica durante dieciocho largos años. La despidieron en julio de 2001 luego de una huelga que impidió la publicación de tres ediciones. En la entrevista de Artemisa ella hace un balance de su trabajo: dieciséis años en blanco y dos en negro. Toda una vida, reflexiona con cierta amargura. Mientras que en Sudestada salta esa mirada implacable que le dio su experiencia en el conurbano bonaerense para cubrir infinidad de casos hasta llevarla a convertirse en una cronista policial de fuste: “En 2005 llegué a la revista ¡Esto! porque cerraron los vespertinos Crónica Quinta y Sexta y me pasaron a la sección policial del diario. Venía de trabajar en El Tribuno de Olavarría, que era de la señora Fortabat y cerró por un quilombo gremial. También trabajé en La Voz de los Montoneros, a pesar de que soy trotskista, los muchachos me dieron la posibilidad de dirigir el suplemento de la mujer. Después hice trabajos freelance con una fotógrafa llamada Cristina Freire, con quien seguimos el caso Giubileo y que, casualmente, me había contado que Crónica iba a sacar una revista policial que era un secreto de Estado, pero ya lo sabía todo el mundo”.

Llegados los años de plomos y de desapariciones, Martha se las rebuscó como pudo para no ser chupada. Fiel a una vida digna de una crónica de aventuras, Adriana relata su desesperación por vivir: “Me contaba que se pasó escondida durante mucho tiempo en la isla Maciel como linyera. Después consiguió lugar en un sótano que se hizo famoso por el tipo de gente que concurría. Estaba en San Telmo, en la calle San Lorenzo. Junto con la poeta Diana Bellessi levantaban información para ser difundida por los exiliados en el exterior”.

Martha tenía una cosa de barrio mechado con un talante intelectual. Al verla, se intuía su marca en el orillo por su vozarrón de fumadora de cigarrillos negros y por su figura apabullante de mujerona que ha pateado mucha calle. Pese a conocer de cerca la brutalidad humana por su trato cotidiano con los crímenes, su mera presencia estimulaba a vivir. Paraba en el Británico, un bar emblemático de la gente de Crónica, en la esquina de Parque Lezama. Siempre se la veía con ganas, nunca se mostraba vencida. Esa matriz especial que la pintaba de cuerpo entero, su necesidad de entender el mundo para tratar de cambiarlo, aun produce envidia. Su corazón se abría sin insistir demasiado. Ella pertenecía a esa raza de gente que existió alguna vez en Buenos Aires, no hace mucho tiempo atrás, capaz de entregarlo todo por los demás. Antes de entrar en coma, volvió a leer Patricia Highsmith, y a su amada Rosa Luxemburgo. Fue lo último que hizo y que alcanzó a disfrutar.


La cronista roja

 

María Moreno

 

Trotskista, alumna de Letras, amante de los beatniks a los que se fue a buscar a Nueva York, parte de las redacciones más emblemáticas de Policiales de las últimas décadas, Martha Ferro se volvió una cara conocida con el documental Tinta roja, de Carmen Guarini. Pero para entonces ya llevaba décadas como la cronista más entrañable y popular del género: con una red de informantes informales en los barrios, conocedora de la calle y de la policía, atendía denuncias en la redacción, abría expedientes propios y se especializaba en lo que denominó “el policial tramontina”. La semana pasada, Martha Ferro murió y Radar la despide recorriendo sus anécdotas, sus años de sangre y también los de poeta en Nueva York tras la pista de Ginsberg y Kerouac.

Martha Isolina Ferro murió a medianoche entre el día viernes 25 y el sábado 26 de marzo. La precisión del dato, que me acercó su amiga Adriana Carrasco, no es forense, aunque tratándose de la más entrañable cronista de policiales que quedaba, no desentona, sino porque a ella le hubiera gustado esa precisión: era astróloga.

Todo el mundo cree que Martha Ferro nació en Olavarría. Pero no, era porteña. Lo que pasa es que Olavarría era una ciudad que se le impuso desde que, cuando era chica, vio en medio de la plaza una rayuela que había dibujado la militante montonera Norma Arrostito, como ella, una muchacha de mala conducta.

Cuando estaba en Buenos Aires Martha nunca estuvo muy lejos de La Boca, adonde formó a por lo menos tres generaciones de titiriteros. Decía que era para sacar pibes de la pasta base o del cartón por peso: usaba los clásicos de papel maché, nada de goma eva.

Trabajó en La Voz, ¡Esto! y Crónica. Fue militante del PST –en donde dirigió la revista de género Todas–, activista gremial, maestra titiritera y protagonista del documental de Carmen Guarini Tinta roja. El honor mayor que reconoció haber recibido fue que se bautizara Martha Ferro a una biblioteca infantil y juvenil de la calle Necochea.

Hasta aquí la necro oficial. Ahora, Martha ¿podemos empezar la joda?

En su ficción autobiográfica no falta el tradicional mito de origen: “Yo ya de chica hacía notas denunciando al almacenero que vendía menos de lo que tenía que vender. Hicimos todo un operativo de inteligencia con mi hermana y otra piba. Publicamos una hoja en mimeógrafo. Y fue un problema porque el tipo fiaba”.

No leía novela negra, vivía en novela negra.

En ¡Esto!, cuando la dirigía Pancho Loiácono, cubrió el caso Giubileo con la fotógrafa Cristina Fraire. “Que a la Giubileo Dios la tenga en la gloria pero que nunca aparezca el cuerpo, pensábamos, porque vivíamos de ella: acá compraba medialunas, acá se hizo el Papanicolau, hicimos chiquicientas notas”, se jactaba.

Loiácono le enseñó a mirar la escena del crimen: como en las novelas negras, un pucho apagado o una boleta de la tintorería podían llevar hasta el criminal, mejor que los pesquisas de la Federal a los que ella llamaba las SS.

Martha inventó un estilo en la tradición de los grandes cronistas populares como el Eduardo Gutiérrez de Hormiga Negra y los radioteatros de Juan Carlos Chiappe (alguna vez me contó que le hubiera encantado titular en verso como él: “Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya”. Sus poemas neoyorquinos eran el secreto de pocos (el que se publica hoy es una especie de “Aullido” canyengue). Se explicaba: “Antes escribía los policiales tipo Agatha Christie, pero después volví a mis orígenes porque la gente dice cuando cuenta un crimen ‘no, no me mate, se lo pido de rodillas’, pero se murió parada porque no pudo hincarlas”.

Como titulera de la revista ¡Esto! fue original: cuando se encontró con un pato que estaba parado en el féretro de un asesinado y no dejaba pasar a nadie sin que lo picara, tituló: El pato gay. El cuento de ella que más me gustaba era el de la travesti Carmelita Valenzuela: “Carmelo Valenzuela era un tipo que tenía su pareja pero su pareja era un taxi boy. La madre del taxi boy no sabía que Carmelita era Carmelo: entraba a la pieza y estaba chocha con la chica que había conseguido su hijo porque cocinaba, planchaba, baldeaba todo con lavandina. Carmelita había venido de Corrientes porque ahí no la soportaban. En Rosario no le fue bien y pidió trabajo en un frigorífico. Cuando llegó, todos se le cagaron de risa entonces ella dijo que iba a trabajar un mes gratis e iban a ver que podía. Le dijeron que sí y de paso los muchachos se divertían un poco. Carmelita levantaba la media res sobre un hombro y llegó a ser delegada. Iba a trabajar con tacos altos y era muy respetada en el gremio de la carne. Un día el taxi trae a una pareja homosexual para que hagan la fiestita. Entonces Carmelita lo mató. Adiós tacos y pollera con tajo. Cuando la llevaron en cana lo único que pedía era que la dejaran pintarse los labios antes de que la vieran de varón. A ese lo visité en Olmos, después lo perdí porque lo mandaron a Sierra Chica.” Cuando escribió la nota Martha había titulado El travesti cuchillero, el guapo que a Borges le faltó conocer.

No era populista, era popular: en el diario “firme junto al pueblo” en donde podía hacerle la carta natal al chorro redimido, en La Boca en donde se metía con los barrabravas cuerpo a cuerpo, en el Nueva York de los hipsters latinos y de la droga arty pero también de la política que exige jugar al truco con una camiseta con la cara de Trotsky.

Su amiga Graciela Fernández dice que la conoció así: “Se materializó en los pasillos de la estación Grand Central con una capa y sombrero de mosquetero feliz. Se había mandado a NY impulsada por Allen Ginsberg y los long-plays de The Mamas and The Papas. Me acuerdo de su inglés del principio: apenas tenía el vocabulario absurdo de los libros de Molinelli Wells. Llegó, padeció una estadía en el Alton Hotel para desocupados donde algunos negros lumpen la acosaron. Disfrutó encuentros múltiples con Mary, Peggy, Betty, Julie, rubias de NY”.

Una noche de hace cinco años, Graciela Fernández y yo le hicimos, en el casino flotante de Puerto Madero, la remake de Rubias de Nueva York a ese Gardel beat y mina que era Martha. Había cobrado parte de la indemnización de Crónica y nos dio dos lucas a cada una con la recomendación: “No se guarden nada como perejilas y, si arrugan, no traigan vuelto. Si ganan, hablamos”.

Yo perdí mil, guardé otros mil y los usé en algunos viáticos para un documental sobre los presos políticos de Coronda: arrugué pero seguí el estilo de la dadivosa que esa noche se tomó varios gin tonic, se enamoró de una florista del cementerio de Chacarita y ganó pero no se fue hasta que perdió y a las tres de la mañana aceptó un remise sin dejar de hablar de la florista. Al día siguiente se despertó enamorada de otra. Venía zafando del cáncer y, fuera del diario, conservaba el estilo de dandi fuyera, astróloga y zurda.

Graciela Fernández dice que dejó dicho que sus cenizas fueran esparcidas entre Buenos Aires, Olavarría y Nueva York: “Ahí por primera vez podía ser quien era, adherir al feminismo radicalizado sin perder su fidelidad a la cocina criolla: bocadillos de espinaca impecables y radioteatro que hacíamos en casa de un colombiano: diferentes versiones de Margarita Gauthier. Vivió en el ghetto de Connecticut trabajando a favor de la infancia puertorriqueña más desmadrada que los chicos negros protegidos por los Panthers, superstars del momento. Fue comandante de las Rent Strikes (huelgas de alquiler) de la calle 6 entre la Primera y la Segunda. Era la más solidaria, la que todos visitábamos, la que rescató a Héctor Libertella después de un asalto y fueron juntos a visitar la casa de Kerouac. Andaba vestida de Trotsky, a veces de Colón. Enviaba mescalina por correo a los amigos porteños y muchas veces nos lavaba los sweaters a todos”.

Esa era Martha Isolina Ferro.

Última actualización el Lunes, 07 de Marzo de 2011 02:22