Y claro, abundaron las palabras y los epítetos, todos justos, es justo decirlo. El más común, Monstruo. Sí. Quien profanó y torturó las carnes de la noble y buena Rosa Elvira Cely, no podía ser menos. Solo que….
Sólo que la exagerada difusión mediática y el unánime y unidimensional señalamiento del asesino como El Monstruo, esconden una intencionalidad menos piadosa que la solidaridad con la víctima y la de interpretar el dolor y el repudio nacional por el crimen. Hay en ello la manipulación de la sociedad para que como en una especie de catarsis, desfogue sus iras y frustraciones frente a un estado de cosas infames, en el desgraciado ser que loco o no, cometió el crimen.
Entonces, una sociedad enferma mil veces enferma de todos los males morales sociales y políticos. Una sociedad -un Estado hay que decirlo desde ya-, que permite, posibilita o es indolente frente al asesinato por centenares de sus niños. A que sus niñas se prostituyan desde la infancia. A que sus adolescentes por cientos y con impunidad garantizada ejerzan como asesinos a sueldo y cuyas autoridades depositarias exclusivas del uso legítimo de la fuerza cometan en todos los ámbitos, en todas las épocas y en todas las circunstancias los más abominables delitos de lesa humanidad. Una sociedad así, un Estado tal hay que decirlo desde ya, requieren que uno de sus aparatos ideológicos de dominación, los medios de comunicación, dirijan las fuerzas del repudio, de la indignación y la ira colectiva por las injurias de la maldad, hacia una persona, cualquiera.
Cualquiera que no sea esa sociedad ni ese Estado. Entonces, no es el oficial que viola una humilde niña campesina y luego la degüella bien degollada para que no cuente y de paso también a sus hermanitos por ser testigos. Este militar no es el malo, sino que el malo es Pablo Escobar veinte años después de muerto, porque aquí no hay otro mal que él, porque las grandes carnicerías donde se picaba a machete o se cortaban cuerpos con motosierra, no eran poderes paraestatales mil veces estatales, sino que era el Patrón del Mal, no importa que lleve veinte años muerto y que los crímenes se sigan sucediendo por miles, sin pausa y con prisa. A pesar de que nos dijeron, muerto Escobar, alcanzada la paz.
Y todos hablan del Monstruo, el verdugo de Rosa Elvira y cosa singular. Monstruosidades de esas muchas, muchísimas, casi todos los días nos atrevemos a decir. Y, sin embargo, cosa curiosa, que forma selectiva de juzgar al victimario, de desaparecer la notica, de camuflarla entre canutillos y pasarelas y según quien sea el homicida y/o violador, pasa a ser apenas un presunto responsable, escasamente un supuesto autor, y el crimen ya no es tal ni muchísimo menos, sino un inicuo “confusos hechos que sin materia de investigación” donde un NN perdió la vida.
Que bueno sería que esas miradas, esas cámaras y esas voces tan incisivamente acusadoras y señaladoras del Monstruo, miraran al vientre que lo incubó. No solamente esa madre y ese padre quizás maltratadores que le marcaron el alma con la impronta del asesino, sino ese otro, ese regazo que lo meció al son de los clamores y el llanto de las víctimas de la injusticia, la persecución y la miseria auspiciadas por un régimen que no puede después censurar ningún delito, porque todos los ha cometido.