Relaciones personales con Marx Imprimir
Miércoles, 28 de Septiembre de 2011 02:46

Mijail Bakunin

... el poder corrompe a los hombres, incluso a los más inteligentes, incluso a los más abnegados. Y no cabe duda que hombres como Marx, como Engels y como otros alemanes que hoy controlan el Consejo general de Londres son hombres abnegados e inteligentes.

(…) Pero esto no debe preocuparos. Lejos de perjudicar la existencia, el desarrollo y la extensión de la Internacional, este conflicto, por el contrario, contribuirá a consolidarla más, determinando aún mejor sus principios y su objetivo. Este conflicto era tan inevitable como inevitable era, en el seno de la democracia italiana, el conflicto que ahora os separa de los mazzinianos. Supongo que estáis convencidos de que vuestra ruptura, la ruptura de la inmensa mayoría del Partido Democrático Italiano con la minoría de la secta mazziniana, lejos de perjudicar a este partido, tendrá como consecuencia estimular su desarrollo en una dirección cada vez más popular, libre y necesariamente socialista, aumentará la fuerza de su pensamiento, de su acción y, por consiguiente, el número de sus adherentes serios y adictos a la causa.

De igual modo, nosotros estamos convencidos de que la inmensa protesta que hoy se deja oír en la Internacional contra nuestros propios mazzinianos será favorable a su desarrollo mayor y más auténtico, pues nosotros también tenemos una [secta] mazziniana que ha obstaculizado nuestro avance; mazziniana no desde el punto de vista de la religión, pues es atea como nosotros, sino desde el punto de vista de sus tendencias autoritarias.

Es una historia muy vieja: el poder corrompe a los hombres, incluso a los más inteligentes, incluso a los más abnegados. Y no cabe duda que hombres como Marx, como Engels y como otros alemanes que hoy controlan el Consejo general de Londres son hombres abnegados e inteligentes. Han prestado grandes servicios a la Internacional, no como miembros del Consejo general —el papel del Consejo general, como exigía la libertad del desarrollo de la Internacional, ha sido muy restringido por nuestros estatutos generales y (por otra parte) sus medios pecuniarios, muy considerables sobre el papel, pero nulos en realidad, no le han permitido ni tan siquiera cumplir los deberes que le imponían estos mismos estatutos así como las resoluciones de los congresos; de modo que si la Internacional se ha desarrollado y su importancia se ha acrecentado en pocos años de una manera tan impresionante, ello no debe atribuirse a la actuación del Consejo general, que ha sido forzosamente nula, sino a la justicia y a la bondad de su principio, que no es otra cosa que la expresión coherente y fiel de las aspiraciones más íntimas, más profundas y más apasionantes del proletariado de todos los países— no ha sido pues, decía, como miembros de un Consejo general impotente de hecho y de derecho como los hombres que acabo de nombrar han prestado grandes servicios a la Internacional, sino que ha sido gracias a su labor de propaganda y a su acción individual.

Marx es un hombre muy inteligente y, además, un sabio en el sentido más amplio y verdadero del término. Es un economista profundo, en comparación con el cual, Mazzini, cuyos conocimientos económicos son muy superficiales, parece apenas un escolar. Además, Marx es un devoto de la causa del proletariado. Nadie tiene derecho a dudar de esto; pues pronto hará treinta años que sirve a esta causa con una perseverancia y una fidelidad nunca desmentidas. Toda su vida la ha entregado a esta causa. Mazzini, cuya impotencia actual busca un pobre consuelo en el veneno de las invectivas injustas, de las fábulas inventadas a placer y de la calumnia, pretende que Marx está inspirado por el odio, no por el amor. Entendámonos: el amor humano profundo, auténtico, apasionado, contiene siempre algo de odio. No se puede amar a la justicia sin detestar la injusticia, ni a la libertad sin detestar la autoridad, ni a la humanidad sin detestar la fuente intelectual y moral de todos los despotismos, la ficción inmoral del Déspota celeste, el buen Dios. No se puede amar a los oprimidos sin detestar a los opresores, y por consiguiente, Marx ama al proletariado, y por ello odia a los burgueses. No es posible servir apasionadamente durante treinta años seguidos una causa sin amarla, y es preciso dejarse llevar por el afán de calumniar para atreverse a negar el amor de Marx por la causa del proletariado.

A todos estos grandes e indiscutibles méritos se añade el de haber sido el iniciador y el principal inspirador de la fundación de la Internacional.

Estos son sus servicios. Pero toda medalla tiene su cruz, toda luz tiene su sombra, todo individuo humano tiene defectos. Por esta razón, nunca hay que confiar el poder sobre la gran colectividad popular a un solo hombre “por muy genial y virtuoso” que sea, ni a una minoría, por muy inteligente y bien pensante que sea, porque, siguiendo la ley inherente al propio poder, todo poder implica necesariamente un abuso de poder, y todo gobierno, aunque haya sido nombrado por sufragio universal, tiende fatalmente al despotismo.

Marx tiene, pues, defectos. Helos aquí:

1. En primer lugar, el defecto profesional de todos los científicos: es un doctrinario. Cree absolutamente en sus teorías, y desde la altura de las mismas, desprecia a todo el mundo. Al ser sabio e inteligente, ha formado necesariamente su partido, un núcleo de amigos ciegamente dedicados a él, que hablan por su boca, que le deifican y le adoran y que, con ello, lo están corrompiendo, lo han corrompido ya considerablemente. Ha llegado a considerarse muy seriamente como el papa del socialismo, o mejor, del comunismo, pues, con toda su teoría, es un comunista autoritario que quiere, como Mazzini, aunque con otras ideas y de un modo mucho más real, más terrestre que Mazzini, la emancipación del proletariado por medio del poder centralizado de un Estado.

2. A esta autoadoración por sus teorías absolutas y absolutisas, se añade en Marx, como consecuencia lógica, el odio contra los burgueses, pero no solamente contra ellos, sino también contra todos aquellos, aunque sean socialistas revolucionarios, que se atreven a contradecirle y a seguir un orden de ideas diferente de sus teorías.

Marx, y esto es curioso en un hombre inteligente y tan auténticamente entregado a la causa, tan curioso que sólo puede explicarse por su educación de sabio y de escritor alemán, y sobre todo por su nerviosa naturaleza judía, Marx, digo, es excesivamente vanidoso, pero vanidoso hasta la suciedad y hasta la locura. Cuando alguien ha tenido la desgracia de lastimar del modo más inocente del mundo esta enfermiza vanidad, siempre susceptible y siempre irritable, se ha convertido en un enemigo irreconciliable; y desde entonces, Marx cree lícito cualquier medio, y realmente usa los medios más vergonzosos e indignos, para perder a su enemigo ante la opinión pública. Miente, inventa, trata de difundir las más sucias calumnias. Desde este punto de vista, Mazzini tiene razón cuando hablaba de su detestable carácter; pero fijaos, por favor, queridos amigos, que el propio Mazzini, a pesar de la natural grandeza de ánimo que le caracteriza, y llevado por su creciente impotencia en las últimas polémicas en que han tomado parte, ha acabado utilizando casi los mismos procedimientos.

Y es que Mazzini y Marx, tan diferentes en otras cosas —diferencia que casi siempre favorece a Marx— se ven arrastrados por una misma pasión: la ambición política, de educar y de organizar a las masas conforme sus propias ideas. En Mazzini, cuyo desinterés personal, cuya pureza y elevación de ánimo son bien conocidos, se trata de la necesidad de ver triunfar sus ideas, su partido, sus apóstoles. En Marx, cuyos instintos son mucho menos desinteresados que los de Mazzini, se trata del apasionado deseo de ver triunfar sus ideas, el proletariado, y con ellos, de ver el triunfo de su propia persona. La ambición, por consiguiente, es mucho mayor y sobre todo más desinteresada en uno de ellos y más personal en el otro; pero tanto en uno como en otro conduce a las mismas artimañas.

El mal está en la búsqueda del poder, en el amor por el gobierno, en la sed de autoridad. Y Marx está profundamente aquejado de este mal.

3. Su teoría se presta mucho a ello. Jefe e inspirador, si no principal organizador, de Partido de los comunistas alemanes —en general, no es un gran organizador, pues tiene más talento para la intriga y para la división que para la organización—, es un comunista autoritario, partidario de la emancipación y de la nueva organización del proletariado por medio del Estado, por consiguiente de arriba abajo, mediante la inteligencia y la ciencia de una minoría esclarecida, que profese lógicamente opiniones socialistas y que ejerza, para el propio bien de las masas ignorantes y estúpidas, una autoridad legítima sobre ellas. Aproximadamente este es el mismo sistema político de Mazzini, sólo que con programas distintos. Ello explica en gran parte su odio mutuo y su incapacidad para hacerse justicia. No sólo están separados por sus ideas y sus programas: también compiten por un mismo poder. Pues tanto uno como otro, uno por sus ideas y por sus apóstoles, el otro con sus ideas y consigo mismo, no se conforman con la esperanza de gobernar un día su propio país, sueñan con el poder universal, con el Estado universal: Mazzini, por medio de Italia, primeramente organizada de acuerdo con sus ideas y luego convirtiéndose en la reina del mundo; Marx, por medio de Alemania, de la raza alemana que, según él, ha de regenerar al mundo. Mazzini es italianísimo y Marx es pangermanista hasta la médula de sus huesos.

Hay entre ellos una diferencia que favorece a Mazzini. Mazzini ama a sus amigos fieles, a sus apóstoles, más que a sí mismo; es muy indulgente, a veces demasiado, con ellos, y es lo suficientemente generoso como para perdonar desde el fondo del corazón las injusticias, las ofensas, los engaños de sus amigos que se dirigen contra su persona. Lo que no perdona es la infidelidad a su religión, a sus ideas divinas…

Marx se ama a sí mismo mucho más que a sus amigos y apóstoles, y no hay amistad que soporte la menor herida, por pequeña que sea, contra su vanidad. Perdonará mucho más fácilmente una infidelidad a su sistema político y socialista; la considerará como una prueba de estupidez; o por lo menos, como una prueba de la inferioridad intelectual de su amigo, y esto le hará feliz. Al no ver ya en él un rival capaz de hacerle sombra, quizás lo ame todavía más. Pero nunca perdonará una falta contra su persona: hay que adorarle, idolatrarle, para ser amado por él; hay que temerle, al menos, para que te soporte; le gusta rodearse de patosos, de criados, de aduladores. De todos modos, en su ambiente íntimo hay algunos hombres distinguidos.

Pero en general se puede decir que la franqueza fraternal no abunda en el círculo íntimo de Marx. Al contrario, abundan más las segundas intenciones y la diplomacia. Es una especie de lucha sorda y de extraños compromisos entre diferentes formas de amor propio. Y allí donde la vanidad está en juego, no hay lugar para la fraternidad. Todo el mundo se mantiene con la guardia levantada, porque todo el mundo teme verse aplastado, sacrificado. El círculo íntimo de Marx constituye una especie de contrato mutuo entre diferentes vanidades; Marx es el principal distribuidor de los honores, pero también el instigador siempre pérfido e hipócrita, jamás franco y abierto, de las persecuciones contra los individuos que le hacen sombra, o que han tenido la desafortunada idea de no mostrarle tanta diferencia como esperaba Marx de ellos.

Una vez iniciada la persecución, no se detiene ante ninguna villanía, ante ninguna infamia. Judío él mismo, Marx tiene a su alrededor, tanto en Londres como en Francia, y sobre todo en Alemania, una multitud de pequeños judíos, más o menos inteligentes, intrigantes, inquietos, especuladores, como todos los judíos: agentes comerciales o bancarios, escritores, políticos, periodistas de todas las opiniones y de todos los colores, agentes literarios, en una palabra, al mismo tiempo que agentes financieros, y que con un pie en la Banca y el otro en el movimiento socialista, asientan sus posaderas en la literatura cotidiana de Alemania —se han apoderado de todos los periódicos—, y ya podéis imaginaros la nauseabunda literatura que se escribe de este modo.

Pues bien, todo este mundo judío, formando una secta explotadora, un pueblo-sanguijuela, un único parásito devorador, estrecha e íntimamente organizado, no sólo a través de las fronteras de los Estados, sino a través de cualquier diferencia de opiniones políticas, este mundo judío está hoy en gran parte a disposición de Marx, por un lado, y los de Rothschild por otro. Estoy seguro de que, por una parte, los Rothschild aprecian los méritos de Marx y de que, por otra, Marx siente una atracción instintiva y un gran respeto por los Rothschild.

Esto puede parecer extraño. ¿Qué puede haber en común entre los comunistas y la Gran Banca? Ah, es que el comunismo de Marx persigue la potente centralización del Estado, y allí donde hay centralización del Estado debe haber necesariamente una Banca Central del Estado, la nación parásita de los judíos, especulando con el trabajo del pueblo, tendrá siempre medios de subsistencia…

Sea como sea, es un hecho que la mayor parte del mundo judío está a disposición de Marx, sobre todo en Alemania. Basta que haga objeto de sus persecuciones a un individuo, para que sobre él caiga un alud de injurias, de invectivas de la peor especie, de calumnias ridículas e infames, desde todos los periódicos, socialistas y no socialistas, republicanos y monárquicos. En Italia, donde el sentimiento de la mutua educación y del respeto humano se observa tan rigurosamente, por lo menos formalmente, no podéis imaginaros la suciedad y el infamante carácter que tienen las polémicas periodísticas en la prensa alemana; los judíos “escribanos destacan sobre todo en el arte de las insinuaciones cobardes, odiosas y pérfidas”. Raramente acusan de un modo abierto; siempre insinúan, “han oído decir, se dice, quizá no sea cierto, pero…”, y acaban lanzando a la cara de sus enemigos las más absurdas calumnias.[1]

Yo lo sé por propia experiencia. Marx y yo nos conocemos desde hace tiempo. Lo encontré por vez primera en París en 1844. Yo era un emigrado. Fuimos bastante amigos. Él estaba mucho más adelantado que yo, y hoy sigue estándolo, no sólo mucho más avanzado, sino que es incomparablemente más sabio que yo. Por aquel entonces, yo no sabía nada de economía política, todavía no me había desecho de las abstracciones metafísicas y mi socialismo era puramente instintivo. Él, aunque más joven que yo, era ya un ateo, un materialista erudito y un socialista científico. Fue precisamente en esta época cuando elaboró los primeros fundamentos de su sistema actual. Nos vimos bastante a menudo, pues yo sentía un gran respeto por su ciencia y por su apasionada dedicación, siempre mezclada de vanidad personal, a la causa del proletariado, y yo buscaba con avidez su conversación, por lo instructiva e ingeniosa que era, cuando no se dejaba llevar por el odio mezquino, lo que, desgraciadamente, sucedía bastante a menudo. De todos modos, nunca llegó a producirse una intimidad abierta entre los dos. Nuestros temperamentos no concordaban. Él me consideraba como un idealista sentimental y tenía razón; yo lo consideraba como un vanidoso pérfido y socarrón, y también tenía razón.

En 1848, nos encontramos en campos de opinión enfrentados. Y debo decir que la razón estuvo más de su parte que de la mía. Él acababa de fundar una sección de los comunistas alemanes tanto en París como en Bruselas y, aliado con los comunistas franceses y algunos comunistas ingleses, había formado, con la ayuda de su amigo y compañero inseparable Engels, una primera asociación internacional de comunistas de diferentes países en Londres. Allí redactó, conjuntamente con Engels, un escrito excesivamente notable, conocido por el título Manifiesto de los comunistas (sic).

Yo, llevado por la borrachera del movimiento revolucionario en Europa, estaba mucho más preocupado por el aspecto negativo que por el positivo de esta revolución, es decir, me preocupaba mucho más la destrucción de lo que había que la edificación y la organización de lo que tenía que venir.

Sin embargo, hubo un punto en el que la razón estaba de mi parte. Como eslavo, yo quería la emancipación de la raza eslava del yugo de los alemanes mediante la revolución, es decir, mediante la destrucción de los Imperios ruso, austriaco, prusiano, turco, y mediante la reorganización de los pueblos, de abajo arriba, y en plena libertad, sobre la base de una completa igualdad económica y social, y no por la fuerza de una autoridad por revolucionaria que pretenda ser y por inteligente que efectivamente sea.

Por aquel entonces, la diferencia de los sistemas que nos separan hoy, de un modo más meditado por mi parte, ya se había esbozado. Mis ideas y mis aspiraciones no debían gustarle nada a Marx, primero porque no eran las suyas; después, porque eran contrarias a sus convicciones de comunista autoritario; finalmente, porque, como todo patriota alemán, no admitía entonces, ni admite ahora, el derecho de los eslavos a emanciparse del yugo de los alemanes, pensando ahora y entonces que los alemanes están llamados a civilizarlos, es decir, a germanizarlos de buen grado o por la fuerza.

Para castigarme por el atrevimiento de perseguir la realización de una idea diferente e incluso opuesta a la suya, Marx se vengó a su manera. Era el redactor de la Gaceta Renana que se publicaba en Colonia. En uno de sus números leí un artículo de París en el que se decía que George Sand (con la cual tuve contacto hace ya tiempo) habría dicho a alguien que no había de fiarse de Bakunin, porque podría ser que “fuese algo así como un agente ruso”.

Esta acusación, que cayó sorpresivamente sobre mí en un comienzo, en que yo estaba en plena organización revolucionaria, paralizó completamente mi acción durante algunas semanas. Todos mis amigos alemanes y eslavos se alejaron de mí. Entonces, yo era el primer ruso que se había metido de una manera activa a la revolución; y no hace falta que os acuerde los normales y tradicionales que son los sentimientos de desconfianza que experimenta un occidental cuando oye hablar de un revolucionario ruso. Lo primero que hice, pues, fue escribir a George Sand. Ella se apresuró a contestar enviándome la copia de una carta que había dirigido a la redacción de la Gaceta Renana, en la que daba un sincero y formal desmentido a las acusaciones. Yo estaba en Breslau y envié a un amigo polaco a Colonia para exigir una retractación solemne y completa. Marx se retractó, echándole la culpa al corresponsal de París, y declaró que el periódico había publicado esta noticia cuando él estaba ausente; que me conocía demasiado para haber… etc. etc. (añadiendo), muchos elogios y dando pruebas de amistad y estimación. La cosa quedó así.

Algunos meses después, me encontré con él en Berlín. Unos amigos comunes nos obligaron a darnos un abrazo. Y entonces, en medio de una conversación medio en serio medio en broma, Marx me dijo: “¿Sabes que ahora estoy al frente de una sociedad comunista secreta tan bien disciplinada que si yo le dijese a uno de mis miembros: Ve y mata a Bakunin, te mataría?” Yo le contesté que si (su) sociedad secreta no tenía otra cosa que hacer que matar a la gente que no le caía bien, debía tratarse de una sociedad de lacayos o de fanfarrones ridículos.

Después de esta conversación, no nos volvimos a ver hasta 1864.

En 1849 me detuvieron. Juzgado y condenado a muerte en Sajonia, fui entregado a Austria en 1850, pues el rey de Sajonia no quería ejecutar a nadie, a pesar de que mis compañeros (Roeckel y Heubner) y yo nos habíamos negado a pedir gracia. Juzgado y condenado a muerte en Austria, fui entregado a Rusia en 1851. Austria había prometido al rey de Sajonia que no me ejecutaría, promesa que Rusia tuvo que renovar a este mismo rey, apasionado por la botánica, que, como sabéis, no era una mala persona. En Rusia pasé seis años en una fortaleza. En 1857 me exiliaron en Siberia y en 1861 huí de allí a través de Japón, el Océano Pacífico, San Francisco, el istmo de Panamá, Nueva York. A finales de diciembre de 1861, llegaba a Londres.

Allí encontré a mis compatriotas Herzen y Ogarev, y por medio de ellos conocí a Mazzini. Y esto es lo que Ogarev, Herzen y Mazzini me dijeron:

Mientras yo me divertía en las fortalezas alemanas y rusas y en Siberia, Marx y cía. habían divulgado, escrito y publicado contra mí en los periódicos ingleses y alemanes los más infames rumores, afirmando que era falso que yo estuviese encerrado en una fortaleza: que, por el contrario, el emperador Nicolás me había recibido con los brazos abiertos, ofreciéndome todas las comodidades, todos los placeres de la vida, y que yo pasaba las horas en compañía de mujeres galantes y bebiendo champán, etc. etc.

Era infame, pero también estúpido. Por otra parte, ya habían recibido su merecido, y en este aspecto debo un eterno agradecimiento a Mazzini y su noble amigo, el polaco Worcell, jefe de la democracia polaca, por haber salido enérgicamente en mi defensa cuando yo estaba ausente e imposibilitado para defenderme solo.

Hacía poco que había llegado a Londres cuando un periódico inglés, redactado por un tal Urquhart, turcófilo medio loco, publicó que el gobierno ruso me había enviado, evidentemente, para hacer de espía. Contesté en un periódico, conminando al anónimo calumniador que diese la cara, prometiéndole contestar no con la pluma en mano, sino con la mano sin pluma. Se dio por advertido y me dejó en paz.

Estuve todo el año 1862 en Londres sin tratar, naturalmente, de encontrarme con Marx. A principios de 1863, salí hacia Suecia donde tenía que colaborar con una revolución rusa en ayuda de la revolución polaca; llegué incluso a formar parte de una expedición por mar que tenía que llevarnos a las costas polacas. Traicionados por el capitán inglés del barco a vapor que tenía que transportarnos, pudimos escapar, con [mucho] trabajo, de la persecución de un barco de guerra ruso. A finales de 1863 volví, desde Suecia, a Londres, y desde allí marché, pasando por Bélgica, Francia y Suiza, a Italia, cargado de cartas de recomendación de Mazzini y de mi amigo, aquí presente, Aurelio Saffi. Estuve en Caprera donde tuve el honor de conocer al general Garibaldi. Pasé el invierno y parte del verano en Toscana, y en 1864, en el mes de agosto, volví a Suecia pasando por los mismos países. En octubre, estaba de nuevo en Londres. Fue entonces cuando recibí una nota de Marx, que todavía conservo, en la que me preguntaba si tenía inconveniente en recibirle en mi casa al día siguiente. Le contesté que no, y vino. Tuvimos unas palabras de explicación; me juró que nunca había dicho ni hecho nada contra mí, que, al contrario, siempre había sentido hacia mí una gran estimación y una sincera amistad. A pesar de que yo sabía que lo que me decía no era en absoluto cierto, no le guardé rencor por ello. Por otra parte, me interesaba mucho reanudar mi contacto con Marx desde otro punto de vista. Yo sabía que él había participado activamente en la fundación de la Internacional. Había leído el manifiesto que había escrito en nombre del Consejo general provisional, un manifiesto notable, profundo, serio, como todo lo que sale de su pluma cuando no hace polémica personal. Terminamos despidiéndonos como buenos amigos, sin que, no obstante, yo le devolviese la vista.

Pasé todo el invierno en Florencia, y durante la primavera de 1865 partí hacia Nápoles, donde estuve hasta septiembre de 1867, época en que se celebró el primer Congreso de la Liga de la Paz y la Libertad, en Ginebra.

Intercambié algunas cartas con Marx[2], y nuevamente le perdí de vista.

Precisamente durante este Congreso de la Paz en Ginebra, el viejo comunista Philippe Becker, uno de los fundadores de la Internacional, como Marx, y amigo suyo, aunque a la manera alemana, es decir, diciendo las peores cosas de él cuando podía hacerlo sin comprometerse, me mandó, de parte de Marx, el primer volumen, único hasta ahora publicado, de una obra excesivamente importante, sabia, profunda, aunque muy abstracta titulada El Capital.

En esta ocasión, cometí una falta enorme: olvidé escribir a Marx para agradecérselo. Algunos meses después… [aquí acaba el manuscrito].

Mijail Bakunin

 

Digitalizado por Humberto López Amida.

Notas.

[1] Bakunin había ya redactado otro texto que empezaba con estas mismas palabras.

[2] Las cartas de Marx a Bakunin se han perdido.
Última actualización el Jueves, 29 de Septiembre de 2011 03:59